El dominio imperial británico en el
subcontinente indio se estableció mediante una serie casi ininterrumpida de
guerras, que constituyen la principal manifestación de respaldo coercitivo de
la hegemonía mundial británica. La conquista del subcontinente indio marco así
una fase enteramente nueva de expansión del poder occidental en Asia. Por un
lado completó la desarticulación de la supereconomia-mundo asiática iniciada
bajo la hegemonía holandesa, y por otro concedió a Gran Bretaña los recursos
precisos para someter al último bastión del poder asiático: el imperio chino y
la economía-mundo centrada en él.
El contraste más notable con los
Estados Europeos era el tamaño del imperio chino y de su población. Igualmente
impresionante era hasta qué punto esos enormes y populosos dominios parecían
estar gobernados por la persuasión moral más que por la fuerza. La opinión de
que los gobernantes europeos tenían mucho que aprender de los chinos en materia
de leyes, gobierno y moralidad se vio muy reforzada por descripciones que
hicieron los jesuitas del emperador. Aun así, lo que empaño y al final acabo
destruyendo la imagen de China como modelo, no fue la primacía europea en las
ciencias abstractas, sino la supremacía europea en la guerra y el comercio.
Así, la necesidad de ampliar el comercio
entre la India y China por cualquier medio a fin de facilitar las operaciones
de transferencia de renta entre aquella e Inglaterra había sido desde su inicio
el principal estimulo para la expansión del comercio del opio.
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